El ser humano es tan previsible que todo el género puede encuadrarse en los personajes-tipo que hay en un cuento: héroe, anti-héroe, princesa, villano, maldito o bufón de la corte. Hasta la suma de todos ellos es predecible, y ya los griegos o mayas pensaban que el devenir de los acontecimientos es rutinario como un eclipse. Más tarde Hegel pensó parecido, y Marx le puso la guinda diciendo que la Historia ocurre dos veces, la primera como tragedia y la segunda como tomadura de pelo.
Estamos en esas, viviendo un remake constante con guerras y putsch en directo, a veces con más con afán viral y exhibicionista que puramente propagandístico. Es tal el caudal de datos sobre presente y pasado, que el flujo de re-elaboraciones supera con mucho a una realidad que se desdibuja tanto como cuando no hay fuentes. Pasa a segundo plano y prevalece el metadiscurso.
Con estos mimbres se tejen las “revoluciones” del XXI, capaces de desatarse por un pañuelo que ondea al viento en Teherán. Resulta muy clarificador (y esquizofrénico al mismo tiempo) que el Occidente samaritano ignore su propio sometimiento y reaccione en cambio con fuerza para reivindicar la melena de las mujeres persas, quitándole carga simbólica al velo y poniendo el acento en su libertad de ponerse guapas. Una frivolidad a la altura de los dichos apócrifos de María Antonieta, en la que la vanguardia la constituyen ya no las masas hambrientas frente a las barricadas, sino los retos viralizados de actrices de media tabla desmelenándose (literalmente) ante sus webcams. Un buen contraste teniendo en cuenta el ataque que la belleza y lo normativo sufren por estos lares, donde por otra parte a veces se reivindica el derecho de las mujeres islamizadas a llevar velo.
Con tanta pluralidad líquida, que es el ropaje nuevo del individualismo, uno no sabe a qué carta quedarse, y si ya el viejo Shah, Rezah Pahlevi, logró hacer buenos a los ayatolás en el 79, ahora son las revoluciones de colorines las que nos hacen subir la guardia, sea en Teherán, en Kiev o, más atrás en el tiempo, en Belgrado, Prístina o las primaveras árabes, donde al amparo de eslóganes neutros e irrebatibles como la libertad, se orquestaron revueltas de tuerca colonialistas.
Siendo sinceros, no es nada nuevo. Ni siquiera lo de poner como excusa un pañuelo o un Lamborghini. Que se lo pregunten si no al marqués de Esquilache, que tuvo que irse corriendo a Nápoles tras intentar cambiar el sombrero y la capa con la que se embozaban los majos del XVIII en ese Madrid garbancero y hosco que, quizá por primera vez, atizó el chovinismo para defender intereses privados.